La mujer que va a explotar.
Como en el cuento de Monterroso, cuando subí al
micro, la mujer ya estaba ahí. Nadie la vio excepto Miguel, que ahora oficia de
chofer como otras veces lo hace de guardaespaldas, manager, etc.
Esa mañana nos íbamos de gira para el norte de Entre
Ríos. Me pasaron a buscar por Av. Del Tejar y General Paz. Los compañeros me saludaron
pero noté una actitud rara, como si hubiera pasado algo y no fuera el momento
oportuno para que me lo contaran. Cuando por fin me senté en mi asiento
habitual, Cirilo (el trombonista), entre mate y mate, me dijo lo de la mujer.
El micro está preparado con una fila de asientos y
un reservado donde hay camas pero al que solamente tiene acceso “el jefe”. El
asiento que compartimos con Cirilo está justo adelante del biombo que separa
ambos ambientes. Los viajes se acomodan conforme pasan los kilómetros, la
expectativa y excitación inicial deja paso luego a un estado más contemplativo
dado por el sonido monótono del caucho al rodar por el pavimento, algunos caen
en un sueño liviano hasta que, kilómetros más adelante, se renueva el ánimo y
se arma una mesa de truco o una nueva ronda de mate y así se va pasando.
Esa noche
íbamos a tocar en Concordia con Ángelo que es un exponente de “el circuito de
la bailanta” y es conocido aún hoy por su éxito “Mira cómo se menea” que suena
en los boliches bailables e incluso en los lugares más recoletos.
A Ángelo le gustaba manejar el micro y escuchar acordeonistas de todas partes del
mundo, y ese era mi punto de contacto con él: me iba adelante cuando todo
estaba en calma y le preguntaba por el origen de los músicos que escuchaba. Le
gustaba comer bien y cuando parábamos en
la ruta era generoso con los viáticos, eso es lo que tenía de bueno, pero había
que tenerlo cortito con la plata: decíamos (por lo bajo) que para sacarle un
billete había que operarlo.
En cercanías
de Ceibas, los músicos empezaron a remolinear cerca del chofer porque “había
que renovarle el agua a la aceituna” y además porque empezó a “picar el bagre”.
Ante la presión y para descomprimir a las masas, Miguel preguntó:
- ¿Quieren parar en esa parrilla?
- Siiii fue la respuesta en coro de músicos y “plomos”.
Bajamos y
luego de volver del baño vimos bajar a Ángelo, pero de la mujer ni noticias.
“El Jefe” como lo llamábamos, es alto y caucasoide tiene el pelo negro y
ensortijado, y un bigote a lo “Clark Gable”, y es flaco a pesar de que come
como lima nueva.
Nos sentamos en una larga mesa afuera del local
-
¿todos comen asado? – pregunto Miguel sabiendo
que en el staff no hay veganos
-
Siiii – respondimos enfáticamente.
Una vez ordenado el menú empezamos a mirarnos entre
todos y preguntarnos por la mujer ¿no baja a mear? El micro carece de baño…¿No
se lava las manos? ¿No come? Por fin
llegaron los reparadores chorizos y masticamos al unísono. Nadie habló, salvo
Pedro, o “fotógrafo de avión” (porque toma de arriba), que inesperadamente
soltó:
“Va a explotar”
Nos quedamos paralizados
y automáticamente miramos al “Jefe” para ver si se daba cuenta de que Pedro se
refería a la mujer, pero aparentemente no: siguió masticando su choripán y
mirando al horizonte, pensando quizá la letra de un nuevo “hit” cuyo estribillo
podría decir:
“Esta mujer es una bomba
cuando
mueve sus caderas
mi
corazón explota…”
Luego de los chorizos, vinieron el vacío, las
mollejas, las costillas y una sobremesa matizada con chistes y cuentos
verídicos y no tanto. Después, a la ruta nuevamente: más y más kilómetros,
horas tras horas, siesta, mate, truco, cuentos, hasta que ya nada parece
divertido y sólo querés llegar a destino. Hicimos la última parada relámpago
para ir al baño, ya habíamos pasamos hace rato Colón y sus palmares. Hablábamos
en voz baja entre nosotros sobre cuanto podíamos estar sin mear, y alguien que
nunca falta contó una anécdota personal:
“Una vez mi
tío estuvo todo un día sin ir al baño”, eso se llama estranimiento, una vez me
pasó dijo como llevando un poco de rigor científico a la charla, pero enseguida
un tercero lo corrigió:
– No animal
se llama es tre ñi mien to remarcando las sílabas para hacer más notable la
corrección. Lo leí una vez en el diario – agregó. – Bueno, por ahí la mujer sufre de eso –
aportó en un tono conciliador el veterano Machado, tecladista de la banda.
El sol se había puesto sobre el horizonte. Los
últimos reflejos se filtraban a través de las palmeras. Cielo de verano,
ilusión de sábado por la noche, víspera de fiesta, el día esperado por muchos. Llegamos a Concordia más precisamente al club
Entrerriano donde sería el baile. Bajamos para “estirar las patas” y reconocer
el lugar, y en eso vimos bajar del micro a Ángelo y a la mujer, que era en principio
un ser humano como otros. La seguimos con la mirada, nos levantó la mano a
manera de saludo a lo lejos y se dirigió a un costado de la pista de baile. Luego
de preguntar a un parroquiano, la seguimos discretamente y vimos dos puertas
dispuestas paralelamente a una distancia de dos metros aproximadamente. Todos
los movimientos de observación los hacíamos en forma sincronizada cual equipo
de natación artística, hasta que por fin pudimos leer arriba de sendas puertas
un cartel pintado en rojo carmesí: “Gurisas” y “Gurises”.