Enero.
Me gusta el verano. A diferencia de Martino, a mí en el
verano no me dejó ninguna pareja y no guardo nostalgia con la estación.
Aquellos eneros de los años setenta, en la hora de la siesta, teníamos que
hacer riguroso silencio para el descanso del patriarca; Que no vuele una mosca decía
mi viejo antes de trasponer la puerta de la habitación, de lo contrario, ardía
Troya. Todo se animaba a eso de las 16 30, hora en que se levantaba el viejo y
si había descansado bien, casi siempre tenía algún plan para toda la familia. Primero
se regaba el patio y luego, una vez que la tierra mojada y su aroma daban
sensación de frescura, nos sentábamos en un círculo a comer sandía, podría ser
melón, pero las más veces era sandía y esta actividad era una fiesta para
nosotros y para las moscas que venían volando desde todos los puntos
cardinales.
Me acordé de un cuento. Dos ejecutivos buscan un lugar para
almorzar, un restaurant limpio, eligen uno en cuyas vidrieras externas hay
sendos carteles que dicen: ¡!!Guerra a las moscas!!! ¡!!Combata a las moscas!!!
Deciden entrar, una vez ordenado el primer plato, que era una sopa, encuentran
en ella una mosca. Mozo, como puede ser, afuera carteles Guerra a las moscas y
lo primero que vemos es una mosca en la sopa, ¿cómo puede ser?
-
Hoy perdimos – les dijo el mozo resignado.
Nosotros, la familia, muchas veces perdimos contra las
moscas, pero a pesar de ello, eran momentos de felicidad. No hablábamos, solo
se escuchaban los ruidos de los dientes entrándole a esa masa esponjosa y roja
y el posterior escupitajo de la semilla. El sonido de algún auto perezoso que venía
por Huergo y doblaba en Alem marcaba el inicio de la actividad de la tarde
calurosa y el ostinato vibrante de los bichos. El arrullo de las palomas y
hasta algún gallo haciendo horas extras con su canto vespertino, el pueblo, aún
mantenía una impronta rural por entonces.
La radio, desde un lugar adentro de la cocina, nos traía
noticias del mar. No teníamos la cultura de ir a la costa a veranear. Luego del
frustrado destino en San Clemente adonde nos iríamos a ir a vivir con toda la
familia, por muchos años no fuimos al mar. La voz de Velasco Ferrero me evocaba
la sensación de la playa y hasta percibía la brisa húmeda.
“Para tu piel de verano muchacha” Repetía el animador y
presentaba la canción homónima del grupo Mantra: Tengo mil besos que guardé en
el invierno y mil caricias reservadas para ti Escuchando la letra de este leit
motiv, un día sentí quizás los
primeros cosquilleos del deseo, la radio seguía y me abstraía por un momento
pensando en una primera novia y si tendría yo guardados mil besos del invierno
¿sabría besar cuando llegara ese
momento? Practicaba poniendo dos dedos a
la manera de labios pero otra cosa será cuando suceda.
-Tiren las cáscaras en esta bolsa, se las guardo para
Argumero que tiene chanchos – podría haber dicho mi madre cortando el momento
de ensueño.
- ¿Ya abriste el negocio? –
le preguntaría mi viejo en un tono carente de intencionalidad
- Ya voy – le contestaría mi vieja – es temprano, no anda
nadie con este calor.
La tarde de verano entonces, arrancaba con un ritmo lento,
cada cual salía del círculo de la sandía y se dirigía a cumplir sus respectivos
intereses. Algunos días íbamos al balneario municipal en bicicleta, otras
veces, algún amigo con pileta nos invitaba a mí y a mis hermanos a su casa. Luego
tomábamos mate o esperábamos el carro de Romano y le comprábamos los famosos
sándwiches helados, elegía el clásico de chocolate y limón. Me gusta el verano,
y a diferencia de Martino, no espero que llegue el invierno para que cubra con
la nieve la nostalgia de un amor perdido, sólo deseo que algún amor llegue con
el fuego ensoñador de las tardes de enero.