sábado, 15 de marzo de 2014

Chivito Patagónico /Crónicas cotidianas










La estrategia del mediodía habría sido cumplida sin problema si no nos hubiéramos encontrado con Rocío, amiga de Noemí, quién nos dijo: ¿Por qué no se vienen conmigo a la obra? Están haciendo un chivito para festejar la losa. El plan que habíamos hecho durante el desayuno era: aprovechemos a pasear, comamos algo livianito y después cenamos bien.
El cambio de planes no fue traumático teniendo en cuenta que no comemos chivito patagónico muy seguido. Emprendimos el viaje en el auto de Rocío y al rato de dejar la ciudad atrás y luego de un camino escarpado y en subida, llegamos a la obra. Rocío, que es la arquitecta de la misma, nos llevó a la flamante losa para que observemos la hermosa vista que ofrecía la cordillera y el festival de aves que, en plácido vuelo, se recortan sobre el horizonte aprovechando la térmica. Luego bajamos al lugar donde se estaba cocinando el chivito, ahí nos encontramos con los obreros y la dueña de la casa, la señora Victoria, ella en su rol de anfitriona, nos presentó a las demás personas como los amigos porteños de la arquitecta. La previa del almuerzo tenía sabor a rito y a encuentro. Los trabajadores que habían llenado la losa eran cuatro.
Roberto, el asador, un muchacho robusto no muy alto con el pelo cortito y morocho, dotado de un fluido discurso y notable inteligencia práctica. La falta de algunos dientes de arriba, revela quizás, una infancia pobre y sufrida.
Roberto y la señora Victoria, eran los que llevaban adelante la amena charla entre los dos grupos que, sin proponérselo, se habían instalado en distintas orillas de la mesa, las mujeres preparaban la ensalada y los hombres apuraban un vinito reparador. Entonces las historias afloraron sin más.
El grupo de los “Rostros curtidos” (así se me ocurrió llamarlos) se completaba con Becho: un veterano entrecano que llevaba una gorra y anteojos oscuros, Martín, un joven musculoso de aspecto atlético y Juan que estaba apostado en un rincón observando sin hablar. A la rivera de los “infancias nutridas” se había agregado Ricardo, hermano y socio de Rocío que llego más tarde trayendo una botella más de vino, dato que tranquilizó a las dos orillas de la mesa. Roberto, mientras removía las brasas contó de sus trabajos itinerantes en la provincia de Buenos Aires, trabajos rudos de campo, de madrugadas heladas y manos escarchadas.  Victoria, a su vez, que el chivito lo había traído de Chos Malal, según ella, los más sabrosos del país. La conversación por momentos se separaba en bandos y los dos grupos se reconcentraban  en contar sus propias historias hasta que algún tema conciliaba el interés de todos. La invasión de conejos fue uno de ellos, Si, allá por la zona del Lolog son una plaga – dijo con tono serio Becho y fue la primera vez que oímos su voz, entonces, una pregunta me impuse y la formule sin esperar ¿Por qué no los cazan y los usan para hacer comidas y ofrecerlos a los comedores o lugares públicos? 
-Sabes lo que pasa – acoto Ricardo – es un tema de legislación sobre carnes silvestres que aún no está reglamentada referido a la salud dado que los animales silvestres pueden ser portadores de enfermedades, triquinosis por ejemplo.
Ah, entiendo – dije no muy convencido.
El cielo estaba brumoso y le daba un aspecto misterioso a las montañas, entonces, surgió la consabida comparación con Londres e invitó a historias más truculentas teniendo en cuenta la acción del tinto que ya hacía sus primeros aportes a la fábula. Entonces, los de éste bando, pescamos una conversación que mantenían los “Rostros curtidos” acerca de apariciones cerca del lago Meliquina que nos hizo “parar la oreja”. Becho llevaba el relato y su tono era más serio aún y denotaba un dejo de miedo.

¿Pero vos la viste? – le preguntó Roberto curioso.
Si, varias veces – dijo Becho y a partir de esas palabras todos hicimos un silencio denso y se escuchó su relato con voz grave.
La primera vez, fue un día que yo fui a cortar el pasto en las cabañas cercanas al lago, era la tardecita y yo estaba caminando para tomar el colectivo de vuelta para San Martín y agarré un atajo para no cruzarme con los turistas, es un camino que no anda nadie, el día estaba como hoy, nublado y yo venía pensando que iba a nevar esa noche cuando al final de la bajada veo a una nena como de unos 8 años más o menos. La nena estaba quieta, al principio no note nada raro pero cuando me fui acercando, no me pregunten porque, se me puso la piel de gallina, mira que yo no le tengo miedo a nada. Cuando estuve, calculale a unos 50 metros, la vi más de cerca y no parecía una nena de la zona, empecé a traspirar, mire para todos lados como buscando a los padres, pero nada, no había nadie.
¿Pero te habló la nena? – preguntó Juan.
No, callate que cuando estuve frente a frente, de los nervios le pregunté si estaba perdida. Pero no me contestó, tenía las ropitas raras, no sé cómo explicarte, no parecía…
¿Viva? – preguntó Roberto como para ayudarle en el relato.
Si, algo así, pero yo la veía y ella me miraba con una mirada fría sin expresión, no sabes el julepe que me agarre,  me fui corriendo, te lo juro, mi corazón galopaba a 120 al doblar en la proveeduría me encontré con la gente que estaba esperando el colectivo, intenté calmarme y me dije  ¡Que chambón que soy!  Es una nena nada más, pero fue muy raro. Esa fue la primera vez.
La señora Victoria nos miró buscando complicidad como diciendo, yo no creo en esas cosas, pero el relato fue tan contundente que nos quedamos callados.
Bueno, esto ya está .dijo Roberto rompiendo el clima…Este chivito no es un aparecido, es de verdad – bromeó.
Lo que siguió fueron los típicos ruidos de los cuchillos y los dientes contra los huesos entrándole a esa pieza deliciosa y algún que otro ¡pasame la ensalada!  Y el ruido esperanzador del vino cayendo en un vaso sediento, cuando pudimos hablar nuevamente, fue el grupo de las “infancias nutridas” quién propuso el tema de los cuidados en la alimentación y en el cuerpo para tener una vida más espiritual y equilibrada y el silencio del otro grupo fue contundente.
Empecé con yoga – dijo Rocío.
Qué bueno – dijeron las mujeres a coro.
Y cuando se produjo un bache, un silencio repentino. Juan, desde su rincón de observador lacónico tiro la frase que cayó como un balde de agua fría.
Los negros no hacemos yoga.
Se produjo un silencio incómodo, unánime y profundo. Los puentes que habíamos construido parecían desmoronarse, empezamos a juntar las sobras de comida, abastecer el reclamo de los perros  y ordenar como una acto reflejo para salir de ese momento, miré a Juan como para decirle algo pero desistí de hacerlo, él se quedó callado con una irónica sonrisa dibujada en su cara pensando quizás que había vindicado a su clase, pero todos los demás lo sentimos como un prejuicio de su parte que había cortado de cuajo una comunión eventual, que suelen ser las mejores comuniones.
Nos despedimos de la gente y le hice una seña a Noemí para que nos volviéramos caminando, ella asintió y emprendimos la bajada del cerro, caminamos en silencio cada uno en sus pensamientos.  Se me vino a la cabeza aquel disparo furtivo y amenazante que sufrió Lucas, el protagonista de la película danesa “La Cacería” sobre el final para recordarle que algunos resentimientos no se curan así nomás.
Entre disparos arteros vamos tratando de construir puentes, tal reflexión me pareció mediocre por lo tanto decidí no compartirla con Noemí, cuando estábamos llegando al pie del cerro, se me puso la piel de gallina al acordarme de la historia que contó Becho, pero para nuestra tranquilidad, no había ninguna niña a la vera del camino.